Apagué con las manos
los incendios del semáforo.
Cerré la puerta del dolor
y dí contacto.
Así llegué a la bocacalle de un atajo.
En la esquina
donde el callejón sin salida
se unía con una vereda rota
ha nacido una rayuela.
Ya pagamos buena parte del arreglo
de los baches del asfalto.
No tenemos planos
ni nomencladores urbanos
para llegar al cielo en la vereda;
pero qué nos importan, amor
las clasificaciones ajenas
las cartografías comunes.
Rodamos a los tumbos
sobre nuestros desniveles
juntos
para patearle el tablero al laberinto.
Ojalá fijáramos la brisa, o quedara grabada la emoción, o hubiéramos podido sujetar la luz a la palabra; pero luz, emoción, brisa se acurrucan apenas a los pies del poema, besan su frente y enseguida rompen sus lazos, libres. Quedan las huellas que la poesía nos lega cuando camina sobre la disímil materialidad del lenguaje. Nosotros, apalabrados, seguiremos en un viaje vital dentro de la certidumbre de aquello que nos elude. El tiempo se encargará de lo que quede
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