Las manos
afanadas en
la preparación de la comida
herraban la carne
con un código.
Mientras
el cuchillo rebanaba
cebollas
el “shis, tac”
contra la tabla decía, implacable:
errar no es
humano.
Al rallar
la zanahoria,
el rítmico jadeo del movimiento reiterado
imponía,
implacable,
la moral cotidiana del trabajo.
Cuando
los tomates recibían
en su carne la presión,
implacable,
de un tenedor,
era aplastado el placer
de morder
la roja pulpa.
La Implacable
comida cotidiana
alimentó el cuerpo
con rencor y miedo.
Aunque descifren
el ritmo de la cocina,
algunas almas
no creerán
que haya sido
motivado
por la intención
protectora
del afecto.
Ojalá fijáramos la brisa, o quedara grabada la emoción, o hubiéramos podido sujetar la luz a la palabra; pero luz, emoción, brisa se acurrucan apenas a los pies del poema, besan su frente y enseguida rompen sus lazos, libres. Quedan las huellas que la poesía nos lega cuando camina sobre la disímil materialidad del lenguaje. Nosotros, apalabrados, seguiremos en un viaje vital dentro de la certidumbre de aquello que nos elude. El tiempo se encargará de lo que quede
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Hermoso, muy: hermoso
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