La serie de terremotos de hombros
separó el chaleco del cuello.
Cristal y acero me sostuvieron
durante los peores años.
Con el ácido de las emociones
carcomí las paredes
las manos sintieron los cierres
desnudé los precintos
a golpes de palabras.
Quise entonces de cotidiano oficio
desatar las correas del pecho.
Hoy me acomodo el pelo
pienso en algo fresco
hace calor aún con el chaleco abierto
veo una sombrita amarilla
reconozco su figura
permito que se acerque
la analizo, vieja precaución de la calle
y pienso: todo tranquilo, es de la manada.
y de repente, a quemarropa
eso si, de frente, dispara
hiere como la huida de tu amor
cuando se iba apurado, apurada
por que querías contarle
tus proyectos de vida.
Las balas de salva
cuando entran en mi piel
son pólvora y fuego
me destrozan el pecho
y el estómago.
En el piso
un bollito de carne
y emoción atenazada.
El agua salada diluye el rojo
y va pintando otra muerte.
Mientras mi jauría cuida mis heridas
observo que entierran un cuerpo
en el cementerio de los pavos
reales o virtuales.
Ojalá fijáramos la brisa, o quedara grabada la emoción, o hubiéramos podido sujetar la luz a la palabra; pero luz, emoción, brisa se acurrucan apenas a los pies del poema, besan su frente y enseguida rompen sus lazos, libres. Quedan las huellas que la poesía nos lega cuando camina sobre la disímil materialidad del lenguaje. Nosotros, apalabrados, seguiremos en un viaje vital dentro de la certidumbre de aquello que nos elude. El tiempo se encargará de lo que quede
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